CAPITULO I
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la
barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la
suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
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