Una mesa remendada, unas
viejas letritas móviles de plomo o madera, una prensa que quizás Gutenberg usó:
el taller de José Francisco Borges en el pueblo de Bezerros, en los adentros
del nordeste del Brasil. El aire huele a tinta, huele a madera. Las planchas de
madera, en altas pilas, esperan que Borges las talle, mientras los grabados
frescos, recién despegados, se secan colgados de los alambres. Con su cara
tallada en madera, Borges me mira sin decir palabra. En plena era de la
televisión, Borges sigue siendo un artista de la antigua tradición del cordel.
En minúsculos folletos, cuenta sucedidos y leyendas: él escribe los versos,
talla los grabados, los imprime, los carga al hombro y los ofrece en los
mercados, pueblo por pueblo, cantando en letanías las hazañas de gentes y
fantasmas. Yo he venido a su taller para invitarlo a que trabajemos juntos. Le
explico mi proyecto: imágenes de él, sus artes de grabado, y palabras mías. Él
calla. Y yo hablo y hablo, explicando. Y él, nada.
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