Edda Armas me habló, en
Caracas, del bisabuelo. De lo poco que se sabía, porque la historia empezaba
cuando él ya andaba cerca de los setenta años y vivía en un pueblito bien
adentro de la comarca de Clarines. Además de viejo, pobre y enclenque, el
bisabuelo era ciego. Y se casó, no se sabe cómo, con una muchacha de dieciséis.
Dos por tres se le escapaba. No ella: él. Se le escapaba y se iba hasta el
camino. Ahí se agazapaba entre los árboles y esperaba un ruido de cascos o de
ruedas. El ciego salía al cruce y pedía que lo llevaran a cualquier parte. Así
lo imaginaba, ahora, la bisnieta: en ancas de una mula, muerto de risa por los
caminos, o sentado atrás de una carreta, envuelto en nubes de polvo y agitando,
jubiloso, sus piernas de pajarito.
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